viernes, 2 de diciembre de 2011

…hay una luz tenue, y un aroma como a incienso. Ves a un montón de personas sentadas en círculo y vestidas de blanco. A pesar de la escasa luz que dan las velas, ves que son tus compañeros de trabajo, y que también todos los directivos están ahí. Entonan de pronto un cántico en el que tan sólo dicen: “Ooooooooooooooommmmmm”, cuando se les acaba el aire, vuelven a repetir: “Ooooooooooooooommmmmm”. Tienen los ojos cerrados, y parecen estar a gusto así sentados. Entonces, tu jefe dice: “Maestro, te estábamos esperando”. Como te mira a ti, te das cuenta de que parecen creer que puedes ser su Maestro. Dejas la cartera en el suelo y, con tu traje gris de oficina, avanzas hacia el círculo, desde fuera de él. Dos personas se apartan para que entres, y tú les sigues el rollo, no sabes de qué va todo este teatro pero por lo menos no hay que trabajar. Tu jefe te hace un gesto como para que te sientes en el centro. Y allí te sientas, ridículamente, porque no te sale la postura que tienen todos con sus piernas abiertas, sus rodillas dobladas y apoyadas en el suelo, y la espalda perfectamente recta. Tus rodillas no bajan, tu espalda se arquea, y además te resulta incomodísimo. Mientras, ellos siguen entonando el Om. Tu jefe te dice: “por favor, Maestro, unas palabras de inspiración”. De pronto, todos abren los ojos. Todos los ojos están fijos en ti, sin parpadear. Todos los rostros, sin expresión, en actitud de espera, como robots. Desde que has visto que te han tomado como Maestro estabas esperando poder ordenarles algo. Te viene a la mente una frase, te suena, es familiar, y parece muy a propósito: “Podéis ir en paz”. Todos se levantan y poco a poco van saliendo por la puerta por la que has entrado hace unos minutos. Te quedas en la gloria.