miércoles, 8 de septiembre de 2010

… ves que está todo vacío: la planta diáfana, con columnas, moqueta, iluminación. Pero han desaparecido las 15 filas de puestos. Y también han desaparecido las personas. Los despachos están abiertos, vacíos y con las luces encendidas. Sales entonces del edificio para ver si está la gente fuera. No ves a nadie, entonces te asomas a través de los cristales de la oficina y ves todo en su sitio: tus compañeros de trabajo algunos sentados, otros entrando, otros charlando… y están los muebles, equipos informáticos, las plantas, etc. Entonces vuelves a entrar, y de nuevo ves la oficina desnuda, iluminada y vacía. Corres hacia la calle y de nuevo todos trabajando. Golpeas los cristales pero no parecen escucharte, ni verte. Entonces recibes una llamada: tu jefe te pregunta dónde estás, porque ya llevas media hora de retraso. Puedes verle claramente a través del cristal, con esa cara de enfado tan suya, la piel enrojecida, la corbata molestándole en el cuello, su andar pesado. Le dices que se asome a la ventana, que podrá verte a través de la cristalera. Pero no es así, no te ve, te dice que dejes de hacer el tonto y que por favor entres ya. Él cuelga el teléfono, y tú haces un nuevo y desesperado intento de entrar, y encuentras una vez más el espacio amplio y estéril. Te sientas, esperas un rato, y decides marcharte. Desde fuera, te asomas por última vez, inútilmente, a través de la cristalera, y te ves a ti mismo sentado en tu puesto, y a tu jefe hablándole a ese otro “yo”.