viernes, 10 de septiembre de 2010

un viernes cualquiera...

… está todo oscuro. No distingues muy bien, pero te da la sensación de que, además de oscuro, está distinto. Hay algo raro. Avanzas dos pasos, notando los pies muy comprimidos, muy incómodos, un ligero frío, la ropa parece pegada a tu piel. De pronto, un foco enorme te ilumina. Con esa luz eres capaz de ver que en lugar de tu oficina hay un enorme escenario con tarima, público a la derecha, cortinas rojas de terciopelo a la izquierda. Sorprendido y perplejo miras hacia abajo, hacia tu cuerpo, y ves un tutú blanco que te rodea en la cintura. Te asomas un poco más y ves unos pies enfundados en unas zapatillas de punta muy pequeñas, unos pies que retroceden asustados. Detrás de ti, una persona detiene tu retroceso. Al volverte, ves una fila infinita de bailarinas con tutú blanco, vestidas al parecer como tú, con moño lleno de flores (que también compruebas que tienes tocando tu cabeza). La cadena humana de sílfides te obliga a avanzar, a toda prisa, comienza una música que te suena, de estos clásicos conocidos, y todas las bailarinas empiezan su coreografía moviéndose muy rápido y yendo de un lado a otro. Sorprendentemente, tú te sabes los pasos, y haces lo que puedes. Cuando te has metido por completo en el papel, en la música y en los movimientos, das tu salto en un grand-ecart y al caer oyes risas estruendosas a tu alrededor: estás en la oficina, saltando en medio del pasillo y todos te miran. Afortunadamente, llevas la ropa de siempre.